Mi experiencia durante el parto (parte 2)

Hace unos días compartí con vosotros mi gran (aunque nefasta) experiencia durante el parto (parte 1). Si no recuerdo mal, nos habíamos quedado por cuando la epidural ¡por fin! había conseguido hacerme efecto. ¿Eso que dicen de que tarda unos veinte minutos en hacer efecto? ¡Mentira! Es prácticamente instantánea, así que si no es vuestro caso, exigid rápidamente que os la vuelvan a poner. Bastante tenemos ya con expulsar a un mini ser humano por nuestras vaginas, como para encima tener que sufrir sin necesidad ninguna.

Ni siquiera creo que pueda ser capaz de describir el alivio que sentí. Desapareció el dolor, los gritos desesperados y caí en un bonito y reparador sueño. Mandé a Víctor a comer y yo me eché una de las mejores siestas de mi vida. Una par de horas después, no solo estaba más fresca que una lechuga, sino que había dilatado 6cm. Lo difícil ya estaba hecho.

Mi matrona me exploró y todo iba viento en popa. Y como ya no había riesgo de cesárea, me trasladaron del quirófano al paritorio. Todo muy happy flower ahora que ya estaba hasta arriba de anestesia. Recuerdo que la matrona me tumbó en la camilla, me hizo poner las piernas en alto y me indicó que cuando notara la quemazón de las contracciones empujara.

Yo: ¿Qué? ¿Incluso si no estás?

Ella: Claro. Aún queda un montón y así vamos adelantando.

Total que yo, como la alumna aventajada que siempre he sido, empecé a empujar. Un poquito cada vez, mientras Víctor intentaba distraerme y hacerme reír. Lo recuerdo como algo natural. Más sencillo de lo que esperaba. Yo solo tenía una cosa de la que preocuparme, de empujar. Y eso es lo único que me importaba. ¿Quemazón? ¡Empuje! ¡Empuje!

Hasta que de pronto llegó la matrona, me echó un vistazo y con la cara descompuesta por el terror, me pidió que no empujara más mientras cogía su walkie y pedía que prepararan el carrito de parto y que avisaran a la ginecóloga (que, todo sea dicho, se quedó mirando desde la puerta). Y en ese momento sí que empezó la magia. En eso momento, tenía unos cinco pares de ojos fijos en mi vagina, pero lo único que me importaba era saber cómo estaba mi bebé. Después de 39 semanas imaginando cómo sería ese momento, estaba a punto de vivirlo. A solo unos minutos de ver su carita mofletuda. De olerlo y sentirlo por primera vez. Cuando de repente… “Esa es su cabeza, ¿quieres verla?”. Víctor se asomó y pegó un grito enorme. Ahí estaba mi bebote (o al menos su cabecita pelona).

Dos pujos más…

“Ha salido su cabeza. ¿Quieres tocarla, mami?”

“¡No! Quiero que me lo saquéis ya”.

“Wow Laura, ¡qué control! Ni un solo punto.”

Un último empujón. Y el momento para que el me había estado preparando los últimos meses y que había estado deseando toda mi vida, allí estaba. Recuerdo su olor, suave y ligero; su tacto aterciopelado, con esa fina capa blanca que lo envolvía y protegía. Ese pellizco en el pecho por saber que todo estaba bien, por oírle llorar. Mi bebé reptó sobre mí, con apenas segundos de vida, me olfateó, buscó mi pezón y mamó. Fue todo tan primario, tan animal… ¡y tan increíble! Que jamás podré olvidarlo y será, con diferencia, el mejor día de mi vida.

¿Y vosotras, mamis? ¿Cómo recordáis ese día?

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